Termidor y la nueva Francia by Robert Margerit

Termidor y la nueva Francia by Robert Margerit

autor:Robert Margerit [Margerit, Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1989-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo IX

El 2 de vendimiario al anochecer, unos jóvenes con coletas o peluca rubia, que recorrían las calles gritando «¡Abajo los dos tercios!», y blandiendo su poder ejecutivo, como denominaban al gran garrote, por lo general retorcido, con el que se armaban, asaltaron en el jardín del Palais-Royal a los granaderos de la guardia reclutada para el futuro Cuerpo legislativo. Aquellos petimetres no sólo llevaban garrotes: habló la pólvora, y un granadero resultó herido.

La rebelión había estallado ya, aquí y allá, en provincias, con el impulso de los curas refractarios, los emigrados que habían regresado, y agentes monárquicos disfrazados de demócratas. Éstos incitaban el descontento de los patriotas y les empujaban a la revuelta. Todos los medios les parecían buenos a los monárquicos para levantar al país contra los convencionales. Entre las numerosas cartas de lectores dirigidas a La Sentinelle, varias hablaban de las actuaciones de agentes provocadores. Según una de ellas, en Doubs, casi todas las asambleas comunales eran dirigidas por los antiguos curas que habían regresado o salido de sus escondrijos. También el distrito de Saint-Hippolyte se rebelaba para liberar a los sacerdotes detenidos aún. En el Midi, se exigía con amenazas la restauración del catolicismo como religión dominante, y varias asambleas pedían un rey; mientras, en Chartres, las secciones en rebeldía obligaban a Letellier, comisionado en el Eure-et-Loir, a tasar los víveres restableciendo el ultrarrevolucionario máximo. No pudiendo soportar esa coacción, el infeliz Letellier se suicidó.

La Seguridad general conocía ya la existencia de una agencia monárquica en París, y a uno de sus jefes: Lemaître. Le dejaban en libertad, muy vigilada, para ir sabiendo más. No se ignoraba —y Claude lo sabía por Bordas, que había entrado desde hacía poco en el Comité de Seguridad— que aquella agencia había enviado a los alrededores de París, a Normandía, a Bretaña, al Languedoc, al Midi, una circular a sus acólitos para hacer que rechazaran los decretos, azuzaran al pueblo y provocaran levantamientos. Héron consiguió apoderarse de uno de esos mensajes. En nombre del Comité, Ysabeau lo leyó en la tribuna. Tras ello, Lecomte denunció al Comité central insurreccional formado en el convento de las Filles-Saint-Thomas, en el local de la sección Le Pelletier. Claude asistía a la sesión entre los numerosos «patriotas del 89» que poblaban los graderíos públicos. Curiosa sensación la de estar sentado allí y callarse, tras haber sido durante tanto tiempo de quienes se situaban en los bancos verdes, uno de los que subían a la tribuna. Más aún: recordó el tiempo en que, instalado en el suntuoso sillón a la antigua, bajo el trofeo de las banderas enemigas, presidía aquella Asamblea.

Aunque había degenerado mucho desde entonces, seguía siendo como antaño insensible a las amenazas. Sin conmoverse por el griterío contrarrevolucionario, la Asamblea había proclamado como leyes nacionales la Constitución del año III y los decretos del 5 y 13 de fructidor. Decidió que las asambleas electorales de departamento se reunirían el 20 de vendimiario y tendrían que concluir sus trabajos el antepenúltimo día del mes, como muy tarde.



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